¡Ya te he dicho qué yo no hice nada!
Por Rabino Dr. Jonathan Sacks
Traducción y/o paráfrasis: drigs, CEJSPR
Hace algunos años recibí la visita del entonces embajador estadounidense en la Corte de St. James, Philip Lader. Me habló de un fascinante proyecto que él y su esposa habían iniciado en 1981. Se habían dado cuenta que muchos de sus contemporáneos se encontrarían en posiciones de influencia y poder en un futuro no muy lejano. Pensó que sería útil y creativo que se reunieran en un retiro de estudio de vez en cuando para compartir ideas, escuchar a expertos y entablar amistades, pensando colectivamente en los desafíos que enfrentarían en los próximos años. Entonces crearon lo que llamaron Renaissance Weekends. Todavía, al día presente se celebran.
Entre las diferentes cosas que me comentó, lo más interesante fue que descubrieron que los participantes, todas personas excepcionalmente dotadas, encontraban una cosa particularmente difícil: admitir que habían cometido errores. Los Laders entendieron que esto era algo importante que tenían que aprender. Los líderes, sobre todo, deben ser capaces de reconocer cuándo y cómo se han equivocado y cómo corregirlo. Se les ocurrió una brillante idea. Reservan una sesión en cada fin de semana para una charla impartida por una estrella reconocida en algún campo, sobre el tema “Mi mayor blooper”. Siendo inglés, no americano, tuve que pedir una traducción. Descubrí que un blooper es un error vergonzoso. Una metedura de pata. Un paso en falso. Una chapuza. Un abucheo. Algo que no deberías haber hecho y te avergüenza admitir que lo hiciste.
Esto, en esencia, es lo que es Yom Kippur en el judaísmo. En los tiempos del Tabernáculo y del Templo, era el día en que el hombre más santo de Israel, el Sumo Sacerdote, hacía expiación, primero por sus propios pecados, luego por los pecados de su “casa”, luego por los pecados de todo Israel. Desde el día en que el Templo fue destruido, no hemos tenido Sumo Sacerdote ni los ritos que realizó, pero todavía tenemos el día, y la capacidad de confesar y suplicar perdón. Es mucho más fácil admitir tus pecados, fallas y errores cuando otras personas están haciendo lo mismo. Si un Sumo Sacerdote, o los demás miembros de nuestra congregación, pueden admitir pecados, nosotros también podemos.
He argumentado en otra parte (en la Introducción al Koren Yom Kippur Machzor) que el paso del primer Yom Kippur al segundo fue una de las grandes transiciones en la espiritualidad judía. El primer Yom Kippur fue la culminación de los esfuerzos de Moisés para asegurar el perdón del pueblo después del pecado del Becerro de Oro (Ex. 32-34). El proceso, que comenzó el 17 de Tammuz, finalizó el 10 de Tishrei, el día que más tarde se convirtió en Yom Kippur. Ese fue el día en que Moisés descendió de la montaña con el segundo juego de tablas, la señal visible de que Dios había reafirmado su pacto con el pueblo. El segundo Yom Kippur, un año después, inició la serie de ritos establecidos en la parashá de esta semana (Lev. 16), realizados en el Mishkán por Aarón en su función de Sumo Sacerdote.
Las diferencias entre los dos eran inmensas. Moisés actuó como profeta. Aarón funcionó como sacerdote. Moisés estaba siguiendo su corazón y su mente, improvisando a la respuestas de Dios. Aaron estaba siguiendo un ritual coreografiado con precisión, cada detalle tal cual se estableció de antemano. El encuentro de Moisés fue ad hoc, un drama único e irrepetible entre el cielo y la tierra. Aaron era todo lo contrario. Las reglas que estaba siguiendo nunca cambiaron a lo largo de las generaciones, mientras el Templo estuvo en pie.
Las oraciones de Moisés en nombre del pueblo estaban llenas de audacia, lo que los Sabios llamaron chutzpah kelapei shemaya, “audacia hacia el cielo”, alcanzando un clímax en las asombrosas palabras: “Ahora, por favor, perdona su pecado, pero si no, entonces bórrame” del libro que has escrito.” (Éxodo 32:32). El comportamiento de Aarón, por el contrario, estuvo marcado por la obediencia, la humildad y la confesión. Había rituales de purificación, ofrendas por el pecado y expiación, por sus propios pecados, los de su “casa”, así como los del pueblo.
El paso de Yom Kippur 1 al Yom Kippur 2 fue un ejemplo clásico de lo que Max Weber llamó la “rutinización del carisma”, es decir, tomar un momento único y traducirlo en ritual, convirtiendo una “experiencia cumbre” en una parte regular de vida. Pocos momentos en la Torá rivalizan en intensidad con el diálogo entre Moisés y Dios después del suceso del Becerro de Oro. Pero la pregunta a partir de entonces fue: ¿cómo podríamos lograr el perdón, nosotros que ya no tenemos un Moisés, ni profetas, ni acceso directo a Dios? Grandes momentos cambian la historia. Pero lo que nos cambia es la costumbre nada espectacular de hacer ciertos actos una y otra vez hasta reconfigurar el cerebro y cambiar nuestros hábitos del corazón. Estamos formados por los rituales que realizamos repetidamente.
Además, la intercesión de Moisés ante Dios no indujo, en sí misma, a un estado de ánimo penitencial entre el pueblo. Sí, realizó una serie de actos dramáticos para demostrar al pueblo su culpabilidad. Pero no tenemos evidencia de que lo internalizaran. Los actos de Aarón fueron diferentes. Implicaban la confesión, la expiación y la búsqueda de la purificación espiritual. Implicaban un reconocimiento sincero de los pecados y fracasos del pueblo, comenzando con el Sumo Sacerdote mismo.
El efecto de Yom Kippur, extendido a las oraciones de gran parte del resto del año a través de tajanun (oraciones de súplica), vidui (confesión) y selichot (oraciones de perdón), fue crear una cultura en la que las personas no son avergonzadas al decir: “Me equivoqué, pequé, cometí errores”. Eso es lo que hacemos en la letanía de errores que enumeramos en Iom Kipur en dos listas alfabéticas, una que comienza con Ashamnu bagadnu y la otra con Al cheit shechatanu.
Como descubrió Philip Lader, la capacidad de admitir errores es cualquier cosa menos algo generalizado. Racionalizamos. Justificamos. Negamos. Culpamos a los demás. Ha habido varios poderosos libros sobre el tema en los últimos años, entre ellos Matthew Syed, Black Box Thinking: The Surprising Truth About Success y Why Some People Never Learn from Their Mistakes; Kathryn Schulz, Equivocarse: Aventuras en los márgenes del error, y Carol Tavris y Elliot Aronson, Se cometieron errores, pero no por mí.
A los políticos les cuesta admitir los errores. También lo hacen los médicos: los errores médicos prevenibles causan más de 400.000 muertes cada año en los Estados Unidos. Lo mismo hacen los banqueros y los economistas. La crisis financiera de 2008 fue predicha por Warren Buffett ya en 2002. Ocurrió a pesar de las advertencias de varios expertos en el que plantearon que el nivel de préstamos hipotecarios y el apalancamiento de la deuda eran insostenibles. Tavris y Aronson cuentan una historia similar sobre la policía. Una vez que los oficiales han identificado a un sospechoso, son reacios a admitir pruebas de su inocencia. Y así, los sucesos continúan .
Las estrategias para evadir son casi infinitas. La gente dice, no fue un error. O, dadas las circunstancias, fue lo mejor que se pudo haber hecho. O fue un pequeño error. O era inevitable dado lo que sabíamos en ese momento. O alguien más tuvo la culpa. Nos dieron los datos equivocados. Fuimos mal asesorados. Así que la gente fanfarronea, se involucra en la negación o se percibe a sí misma como víctima.
Tenemos una capacidad casi infinita de interpretar los hechos para reivindicarnos. Como dijeron los Sabios en el contexto de las leyes de la pureza, “Nadie puede ver sus propias imperfecciones, sus propias impurezas”. Somos nuestros mejores defensores en el tribunal de la autoestima. Raro es el individuo con el coraje para decir, como lo hizo el Sumo Sacerdote, o como lo hizo el Rey David después que el profeta Natán lo confrontara con su culpa en relación a Urías y Batsheva, chattati, “He pecado”.
El judaísmo nos ayuda a admitir nuestros errores de tres maneras. Primero está el conocimiento de que Dios perdona. Él no nos pide que nunca pequemos. El Eterno sabía de antemano que su don de la libertad a veces sería mal utilizado. Lo único que nos pide es que reconozcamos nuestros errores, aprendamos de ellos, los confesemos y tomemos la decisión de no volver a cometerlos.
La segunda es la clara separación que realiza el judaísmo entre el pecador y el pecado. Podemos condenar un acto sin perder la fe en la persona que lo cometió.
En tercer lugar, el aura que Iom Kipur se extiende durante el resto del año. Ayuda a crear una cultura de honestidad en la que no nos avergonzamos de reconocer los errores que hemos cometido. Y a pesar de que, técnicamente, Yom Kippur se centra en los pecados entre nosotros y Dios, una simple lectura de las confesiones en Ashamnu y Al Chet nos muestra que, en realidad, la mayoría de los pecados que confesamos tienen que ver con nuestras relaciones inter personales.
Lo que Philip Lader descubrió sobre sus contemporáneos de altos rangos, el judaísmo lo internalizó hace mucho tiempo. Ver a los mejores admitir que ellos también cometen errores nos empodera profundamente. El primer judío en admitir que cometió un error fue Judá, quien había acusado erróneamente a Tamar de conducta sexual inapropiada y luego, al darse cuenta que se había equivocado, dijo: “Ella es más justa que yo” (Gén. 38:26).
Seguramente es más que una mera coincidencia que el nombre Judá provenga de la misma raíz que Vidui, “confesión”. En otras palabras, el simple hecho de que seamos llamados judíos – Yehudim – significa que somos las personas que tenemos la valentía para admitir nuestros errores.
La autocrítica honesta es una de las marcas inconfundibles de la grandeza espiritual.